
Texto para la exposición de pintura “Tierra Blanda”, del artista Federico Jaime. Escrita por el pintor e historiador Juan Fernández Lacomba.
I
Hace años escuché que “nunca es tarde para pintar”, frase que oí a un viejo maestro pintor cuando se pronunciaba sobre algunas obras que le mostraba un entusiasta aficionado. La frase pretendía estimular cualquier acercamiento plástico hacia la contemplación individual del mundo. En efecto, lo que denominamos como arte y en general toda creación, se ha considerado como una parte importante de la capacidad de representación y comunicación humana. Su práctica nos ha permitido desarrollar nuestros sentidos, explorar y también conocer, en cierta medida, los procesos creativos al mismo tiempo que nos proporcionaba todo tipo de satisfacciones. Pero la tarea del artista digamos globalizado resulta hoy difícil y ardua a la vez. Dentro de una situación frecuentemente compleja y disuasoria se hace muy complicado sintetizar y articular de un modo efectivo y no superficial, por no decir insustancial, la atención, la curiosidad y la necesidad de interpretar el mundo. Es preciso encontrar mucha energía y certidumbre. Es necesario convencimiento y entusiasmo. Para el creador y, en general, el individuo curioso de hoy, es dificultoso concentrase, decidirse por la configuración de una mirada y la creación de un lenguaje frente a tanta oferta y seducción. Habitamos en un laberinto de sensaciones y tentaciones sociales que sobre nosotros cae en cascada a través de la vida urbana y los medios.
Es difícil tener voluntad activa y, más aún, claridad de intención, sabiendo que muchas de las propuestas, hallazgos y soluciones no serán puras o cuando menos serán inevitablemente híbridas. Hoy, lo visual y plástico es una parcela más, a veces reducida, dentro de un enorme magma comunicativo inconmensurable regulado extraordinariamente por los medios y la publicidad. Es difícil pues centrarse en un proyecto artístico propio, máxime cuando el arte no asume su memoria, ni siquiera la memoria inmediata, en medio de un estado de frenesí de consumos e interferencias culturales. Lógicamente también, de manera paralela, existe un arte tal vez ensimismado y autorreferente que se satisface a sí mismo en su origen y gestación.
El público, incierto, por otro lado, se ha hecho no presencial, con la consecuente pérdida del contacto directo con las sensaciones que emite o irradia cada obra en particular. Tengamos en cuenta que el arte es un lenguaje basado en la comunicación visual y fenomenológica de los sentidos. Un arte no verbal, que repara en las posibilidades de la materia transformada por la energía del creador. Una parcela individual posible es la satisfacción de crear, sin pretensiones, de pintar a medida que conoces, aprender a medida que amplías perspectivas. Lo que equivale a construir lenguaje, lo cual requiere tiempo, concentración y aislamiento.
El hecho de que los espectadores sean temporales hace que, además, sean precarios en sus códigos y complicidades. No hay verdadero artista que no sea hoy consciente de ello. Recordemos a este respecto las conclusiones de alguien como Ortega relativas a las masas y la cultura. Las masas en el mundo digital acceden rápidamente a los medios y las redes sociales, donde es fácil expresarse de inmediato e incluso opinar, pero donde pocos individuos escuchan. El arte parece no encontrar su sitio fuera de inercias y convenciones. Por otro lado, la saturación de las redes ha hecho que el peso de las propuestas se vuelva inconsistente o cuando menos triviales. Se vive en una actualidad virtual, volátil, donde la formación se ha sustituido por la información. Todo parece quedar insustancialmente neutralizado.
Esta situación la apuntaba George Steiner cuando puntualiza que “Lo que uno sabe de memoria es lo que le pertenece a uno mismo… La memoria constituye, pues, una de las grandes posibilidades de la libertad, de la resistencia… Creo sinceramente que, cuando se deja de lado el aprendizaje de memoria, cuando se descuida la memoria, si no se la ejercita igual que un atleta hace con sus músculos, ésta se debilita. Nuestra escolaridad, hoy, es amnesia planificada”. Lo mismo podría decirse de la experiencia personal de muchos individuos desposeídos de sus potencialidades no solo para el arte sino para el goce artístico al desconfiar de sus propias sensaciones. La imaginación y la creación es su antídoto, la práctica de arte y su complicidad es su remedio y la terapia: “nunca es tarde para pintar”.
El mercado sigue demandando con sus leyes implacables productos atractivos y seductores, cuando menos mercancías de éxito que desde luego aspiran a ser consumidas por las masas, contando con una amplia aceptación. No hay pudor ni piedad: el escándalo y el reclamo sensacionalista se hacen casi imprescindibles. Lo demagógico funciona y los lenguajes se hacen primarios y simples. Muy lejos intencionadamente de una moral humanista, algo que, con diversidad y variados puntos de vista, había prevalecido como un fin utópico en la modernidad. Entonces el arte tenía una clara consideración de “alimento cultural” que antes que nada nutría el espíritu y enriquecía la vida de los individuos. De ahí el valor de la memoria según Steiner.
II
Ni qué decir que otra de las consecuencias de la posmodernidad ha sido la determinación y la intromisión de esos mercados en la misma génesis y estrategias del arte de hoy, sin duda afianzada por los medios de la era tecnológica y su consumo generalizado por las masas. Se trata, desde luego, de una nueva realidad implantada muy aceleradamente durante las dos últimas décadas del siglo XX. Pero frente a ello, no cabe duda que la pintura moderna está repleta de episodios significativos y obras estelares. Transitar por ella constituye todo un legado de aciertos, conocimientos y revelaciones. Viene a ser un repertorio plástico de estéticas muy diversas y puntos de vista. En realidad, abarca toda una tradición, con todo un catálogo de miradas, concepciones, sensibilidades, posibilidades formales y personalidades de referencia. Especialmente transformadoras, con una importante contribución como parte de los movimientos tras la gran crisis del arte europeo a partir de las primeras décadas del siglo XX.
Pero dentro de la pintura como lenguaje específico, incluso antes de mediados de siglo, se impuso una nueva concepción física y empírica de los elementos que intervenían como lenguaje expresivo, de manera que se hacían más evidentes y relevantes los procesos de la gestación del arte, en especial el tiempo de ejecución psicológico de la misma pintura. Así se acuñaron principios fundamentales como “menos es más”, “lo inacabado como terminado”, “el fragmento por el todo”, etc. Nociones y categorías que desarrollaron una nueva mirada. Un tipo de mirada abierta, pero que descubría también funciones, percepciones, idoneidades y emociones. En definitiva, una mayor eficacia en la intensidad de los lenguajes visuales. Las formas en sí y la propia materia de la pintura adquirieron una nueva dimensión dentro del debate artístico; fueron, de hecho, nuevos valores y sentidos enriquecedores. Lo formal adquiría una dimensión simbólica, suscitadora, con contenido psicológico, a la vez formal y metasimbólico, propiamente. El suprematismo, el constructivismo y el arte geométrico posmondrianesco, junto el llamado Arte Concreto, fueron episodios muy significativos de la modernidad que incluso hoy es necesario revisar. Es en ese tipo de relecturas donde se inserta la obra de Federico Jaime como pintor. Sin duda, una elección específica en su caso.
Con la pintura moderna el concepto de cuadro adquirió una nueva disponibilidad, teniendo como antecedente la célebre definición de una pintura debida a Maurice Denis: “un cuadro es esencialmente una superficie plana cubierta de colores reunidos con un cierto orden” (1890). Con ello, la pintura en sus propias cualidades intrínsecas parecía dirigirse a unos universos de lenguajes formales y cromáticos en todas sus posibilidades, incluso favorecidos después por estadios derivados del automatismo y el subconsciente. Andando el tiempo, tras la pintura de acción y las derivas conceptuales igualmente, se propiciaron posiciones y propuestas híbridas, en una implícita necesidad evolutiva de orden lógico, como la después tan cacareada pintura expandida. Todos estos aspectos dejarían abiertas nuevas vías y direcciones para el desarrollo de la abstracción, vías que también darían lugar a decisivas aportaciones cromáticas, compositivas y matéricas como el Abstraccionismo de nuevo cuño y los Color Fields, hasta prácticamente nuestros días.
III
En esa posición de revisión de esa misma tradición de lo pictórico y de las nuevas posibilidades de lo compositivo, junto a la irradiación creativa de nuevas estructuras y cánones, es donde Federico Jaime quiere estar como creador, identificándose con la tarea y la condición de pintor: “un hacer” que le posibilita un camino, el jugar con la ilusión de los hallazgos y sucesos a la vez que disfrutar de los procesos que conlleva “lo pictórico”. Descubrir y celebrar. Encontrar satisfacción creativa en sus hallazgos compositivos, en los encuadres insospechados, las alusiones suscitadoras de las formas y las interacciones de la forma-color respecto del área. Encontrar los ritmos internos de la pintura, pintura sustancia y pintura física, pintura espacio, superficie o cuerpo: con las densidades o fragmentaciones del color, bien como materia o vibración. Encontrar el valor de la “puesta de la pintura” y el mismo peinado del pincel. La fuerza elocuente del ductus del trazo… La irradiación de las formas respecto de las escalas y los espacios; en sus interferencias o en su misma presencia, respecto de sí y respecto de los perímetros de la superficie del cuadro. Finalmente, ser cómplice con el espectador y descubrir las posibilidades de insertarse en la memoria de una tradición.
Por lo demás, en relación con su contexto y a pesar de contagios, pandemias, elipsis, vacunas y destierros, su producción tiende hacia una planitud simple que se proyecta en aciertos compositivos, que generalmente tienden a una cierta plenitud o fragancia pictórica de gran efecto. Generalmente basada en el color y su temperatura psicológica. Se trata de obras elegidas y custodiadas por su autor como si se tratara de talismanes pictóricos, con cierta cualidad afectiva o predisposición hacia algún valor sustantivo de “pieza”. Obras que irradian una poética sencillez o en las que se vislumbra una selectiva condición o serendipia. En realidad, se trata de piezas poseedoras de una magia que irrumpe ante el espectador de una manera a veces inesperada pero siempre efectiva. Lo que supone un método abierto de trabajo en el artista (lejos de aquel “ostinato rigore” al que se refería Leonardo), propiciando siempre el encontrar por casualidad algo que no se buscaba en el punto de partida. No obstante, el afecto poético hacia ciertos temas y la intuición de algunos de los momentos germinales prevalecen en sus obras, dejando rastros sin prejuicios ni quiebros argumentales. Una manera quizás de retrotraer el debate plástico a una situación posmoderna que tampoco rechaza como ocurre con buena parte de sus colegas generacionales en un cierto “decorativismo de aspecto interesante”. En todo caso, adobado de situaciones, concreciones al modo de posibles ilustraciones de un proceso, en un juego postconceptual que dispone de una nueva inteligencia plástica, que siempre germina del propio “placer de lo pictórico”. Un tipo de ejercicio pictórico en el que prevalece cuando menos la idea de cuadro, sostenida por una estructura a la vez seductora en su propia irradiación. La pintura sabiéndose un lenguaje no verbal, juega entonces sostenida como una tradición, como un hacer intuitivo e inspirador. El cuadro “pieza” se impone así como un hallazgo o una feliz-aparición. Gracias a cierto magicismo pseudoinfantil, como ocurría con muchas de las producciones de Klee, Miró, Calder o Milton Avery, entre otros, que se justificaban a sí mismos.
En el actual contexto expositivo, y de cara a la crítica y la interpretación hermenéutica, siempre una primera exposición resulta un hecho muy determinante: en cuanto esta supone una puesta en escena (accrochage / instalación) de las intenciones y el compromiso de un determinado artista respecto a un lenguaje. Sin duda, un punto de partida de “un hacer”: en este caso el pictórico, como decíamos, en su tradición y sus perspectivas. Un momento donde Federico Jaime escenifica su intención y la voluntad de dar sentido a sus propuestas. Solo podemos quizás encarar la historia, incluidas sus contradicciones, desde cierta estrategia de “ingenuidad aprendida”, tal como puso de relieve el filósofo Javier Gomá. Pero, en el caso de Federico Jaime, más que nada a la tradición a la que nos referíamos era la de la práctica de la pintura como un valor y un fin en sí. De naturaleza abstracta en origen, pero de vocación concreta. Concreta en su especifidad, empírica, entendiendo el hecho pictórico como “suceso plástico”. En su caso particular con una vocación no representativa, aunque sí referencial y alusiva. De hecho, el mismo artista ha titulado con el epígrafe “Tierra blanda” este conjunto de obras que ahora nos habla de todo su proceso. Un vocablo extraído de las meditaciones de Gaston Bachelard cuando este habla de cierto energetismo imaginario: “El trabajo de los objetos, contra la materia, es una especie de psicoanálisis natural. Ofrece oportunidad de rápida cura porque la materia no nos permite equivocarnos respecto a nuestras propias fuerzas”.
Quizás, en el caso de nuestro artista esto se constata en una búsqueda de cierta verdad, física y fenomenológica, con su aspiración de querer hacer de su trabajo algo verdadero, cierto y, a la vez, poético. Como ocurría en el caso de Rothko, cuando nos habla de su pintura entendida como “el resultado de una experiencia”. En realidad, con la certidumbre de proponer algo por donde de una manera u otra se ha transitado, como hombre y como artista. Pero anhelando a través de la pintura persistir en el tiempo con fe, a lo largo de una trayectoria lo más dilatada, intensa y feliz posible.
Juan Fernández Lacomba
Sevilla, septiembre, 2021.
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