Todos Tenemos Derecho A Capirote

“Capirotes por derecho”

Un capirote es círculo y es recta. Se aferra al suelo y apunta a los cielos. Es un cono perfecto que prolonga cerebros y catapulta pensamientos. Es base de un antifaz como símbolo del anonimato y sostén de los más simbólicos colores. Frágil como la vida misma, en cartón puede sucumbir a la lluvia y en plástico puede ser derrotado por el viento. Siempre en apariencia, que para eso se asienta sobre cráneos de toda condición. Sirve para uniformar. Para globalizar. Para negar la contemplación en tiempos epidémicos de narcisismo autofotográfico. Es símbolo y seña de la ortodoxia cofrade, aunque en tiempos pasados marcara a los heterodoxos. Hoy es innegable su condición de símbolo de festividad religiosa, tan ecuménica que incluye hasta al ateo.

Condición festiva que va unida a los propios ciclos del almanaque interno del habitante del Sur, de ese andaluz que cuenta primaveras cíclicas, imposición de la que no puede, ni quiere zafarse… Pasan los años en forma de meses y de días, pero se cuentan como semanas, semanas santas que son incapaces de teologías y de aritméticas, pero que revisten como un quevediano traje de reloj al habitante del mundo meridional. Un habitante castigado a un ciclo primaveral eterno, que renace año tras año. Bendito castigo.

Cuenta la Odisea que, en el inframundo, Sísifo fue obligado a cumplir un cruel castigo que consistía en empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera escarpada, pero, antes de que alcanzase la cima de la colin,a la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio. Una y otra vez. Atrapado por su pasado en una reiteración y castigo eterno. También se dice que, aún viejo y ciego seguiría, con su castigo. Fue un tema frecuente en los escritores antiguos y hasta en los pintores del mundo clásico…

El capirote también fue un castigo en tiempos pasados, con un capirote se señalaba públicamente a los convictos que iban camino del cadalso o aquellos condenados por la Inquisición a los que se colgaba un sambenito con llamas. Así aparecen en las pinturas de Berruguete o en las de Francisco de Goya, del Renacimiento a la Ilustración. Castigados a través del tiempo. También castigaban sus espaldas aquellos penitentes de sangre que se colocaban un antifaz para no ser reconocidos. Y, frente a la sangre, el penitente de luz, el portador del cirio. También anónimo y sin aspecto gore. Luz anónima de rostro cubierto que debía mirar al frente. Y conectar con las alturas, donde siempre habitaron los dioses. Por eso se colocaría ese cono en su interior, para olvidarse de los suelos y mirar a los cielos. Un cono para colocarse en la cabeza de forma periódica, cíclica, en la prueba cuaresmal y en la penitencia festiva de la Semana Santa. De la condena eterna de Sísifo a la condena eterna del penitente: sus años se medirán por capirotes, el de prueba y el de afirmación. Una condena que siempre se intuye, nace, germina y da fruto en la Semana Santa. Una condena festiva para el habitante meridional: la fiesta de la que no puede escapar. Ni quiere.

Agustín Israel Barrera es cocinero y fraile, téorico y práctico, Sísifo obsesivo de nuestro tiempo que lleva el Arte como una actitud ante la vida. Una vida con la perfección de un lunar, siempre redondo y equidistante, siempre gozoso y sugerente, siempre festivo y bailable; una vida que disfruta de los cielos pero que apunta a los cielos. Con un capirote. Multicolor, como la cresta de Curro, la mascota de las Expo 92, el más sevillano de los diseños foráneos que llegaron al Sur, tanto que tomó un capirote como nariz y como continuación de un plumaje una cresta multicolor. Diverso y con los colores del Arco Iris. Como Sevilla, como Andalucía, donde la variedad ya era la nota común en siglos pasados, la tierra en la que había negros, blancos, mestizos y gitanos, la tierra de castellanos en la que se podía oír a italianos, francos o flamencos; la tierra de los condenados a ser felices de forma periódica en forma de primaveras que, obligatoriamente, invitan a la fiesta. El Sur es así. Y así lo entiende este creador gráfico, un artista total que parte del profundo conocimiento de la tradición pictórica de su tierra, donde caben el blanco de la cal de Morón, los almagras barrocos, los azules murillescos los alberos, los verdes de su bandera o los acrílicos del grafiti. Y la cresta de Curro. Y los estampados. Y los cuadros escoceses, que para eso había un escocés que visitaba la Feria de Sevilla. Y los lunares para Juan de Juanes y para los angelitos de Murillo. Y los capirotes para las Señoritas de Avignon, para el españolito que se tiende al sol de la playa y para el solitario bebedor de un cuadro de Hopper. Y que se mezclen Curro, Keit Haring y hasta Francis Bacon. Agustín Barrera es síntesis y es antítesis, es el diseño limpio, pero también el Barroco que invita a vivir, es tradición y es vanguardia, es cartel y es cuadro, es logotipo minimalista y es Rubens de alma, es la trascendencia de la vanitas y la globalidad pop, es flamenco hondo y melodía de casette de carretera, es sombrero de ala ancha y es lunar en la camisa. Es ganas de vivir en tiempos de censuras y autocensuras, en tiempos neopuritanos y esclavizados por la corrección, en tiempos donde sólo lo superficial parece salir a la superficie.  Su concepción del Arte y de la creación es una actitud ante la vida. Una actitud tan ecuménica que todos cabemos en ella. Como la Semana Santa. Como las buenas casetas de feria. Como las calles del Sur. Como sus casas. Como su música. Como sus fiestas. Las de un castigo eterno con el que un día sentenciaron a este rincón de la vieja Europa. No hay derecho a que seamos tan felices. Eso piensan desde fuera. Eso piensan cuando nos ven con un capirote.

Manuel Jesús Roldán Salgueiro.