Escuchando a Nick Cave mientras buscaba cierta inspiración para escribir estas líneas, me he dado cuenta de lo importante que es la música en mi vida. He ecordado que quise ser músico, guitarrista, para ser más preciso. Luego me he puesto a escuchar a Leonard Cohen, Nina Simone, Bob Dylan, Raúl Rodríguez, Cristian de Moret, Camarón y José Menese, y he recordado cómo el flamenco me asaltó con más fuerza y vehemencia que ninguna otra música. Quizás por esa razón decidí unirlo a mi otra pasión, la pintura. Adonde quiero llegar es a que la música y la pintura son dos mundos, dos lenguajes que cuando se encuentran abren grietas a otro mundo aún más inabarcable. Al menos así me sucedió a mí, a modo de revelación dilatada en el tiempo. Y en esas grietas sigo indagando.
Esta búsqueda ha ido hilando mi trabajo hasta hoy, hasta esta exposición a la que he dado por título Café Cantante, para acoger en esta muestra los frutos de una reciente incursión plástica sobre la época de los cafés cantantes de finales del siglo XIX, un momento decisivo en la historia del flamenco. Es un viaje a un pasado imaginario, inspirado por dos de esos cafés cantantes radicados en Sevilla, el Café El Burrero y el Café de Silverio. Dos enclaves que, a pesar de sus grandes diferencias en su política empresarial y en su concepción artística, fueron vitales de cara al desarrollo formal y a la profesionalización del flamenco. Por desgracia, apenas contamos con imágenes de aquellos cafés cantantes, a excepción de la conocida fotografía de Emilio Beauchy del Café El Burrero, y de los dibujos y pinturas de artistas como Alarcón Suárez, José García Ramos, John Singer Sargent, Alexandre Lunois, Constantine Meunier, Darío de Regoyos o Gutiérrez Solana. Habría sido fantástico tener por entonces en Sevilla un Toulouse Lautrec y un repertorio de imágenes de los cafés cantantes como las que el pintor francés nos legó de los cabarets de Montmartre en el bullicioso París de finales del XIX.
Los dos ejes de esta exposición son dos obras de gran formato dedicadas al Café El Burrero y el Café de Silverio, con las cuales he procurado generar un diálogo entre dos visiones que convivieron en su día: el flamenco como manifestación artística, precisado de dignificación profesional, y el flamenco como negocio empresarial.
En el lienzo dedicado al Café de Silverio he querido representar a un público cuya mirada se concentra en lo que ocurre sobre el escenario, con un cantaor, el mítico Silverio Franconetti, y su fiel guitarrista, el Maestro Patiño. En cierto modo, es un acto de memoria y justicia frente al olvido con que la ciudad de Sevilla ha castigado a Silverio, cuando ejerció un papel fundamental como cantaor y empresario, y en su reivindicación del cante para la escucha, sacándolo de su lugar habitual por entonces como mero acompañamiento del baile. En cuanto a la obra dedicada al Café El Burrero, he creado una escena en la que aparece otra dimensión del flamenco, más frecuente entonces, como mero entretenimiento para viajeros y para habitantes de la ciudad de distintas clases sociales. En este café cantante, el flamenco se concentró en el baile, compartiendo programa con otros espectáculos de variedades, dado el interés netamente empresarial del mismo. Al igual que vemos en los grabados, dibujos y pinturas de la época sobre el Café El Burrero, aquí el protagonismo está en el público,
conformado por chulos, prostitutas, mayorales, soldados e impávidos viajeros tardorrománticos. Y al fondo, el espectáculo flamenco, sin apenas protagonismo, sin apenas atención por parte del público.
Completan la exposición, además de un retrato de Silverio y una serie de fotos intervenidas del Café El Burrero, una galería de retratos imaginarios a partir de retratos fotográficos de mujeres que fueron protagonistas en este tiempo de los cafés cantantes en el baile, el toque y el cante, como fueron la Andonda, la Serrana, la Serneta, La Macarrona, Pepa de Oro entre otras.
Mi intención, en suma, ha sido representar ese flamenco del siglo XIX como arte y como moneda de cambio, y rescatar del olvido a aquellos cafés cantantes como espacio donde convivieron el lumpen, la alta sociedad y los viajeros. Al fin y al cabo, el flamenco es fiesta y es escucha, es folclore popular y es arte transcendental. Ambas caras han sido igualmente decisivas en la construcción del flamenco tal y como lo conocemos. Y el propósito de este proyecto no es otro que recomponer en imágenes una etapa de la historia de dicho arte de la que apenas contamos con testimonios visuales.
Patricio Hidalgo
Sevilla / Septiembre / 2022



