El pasado jueves inauguramos la exposición “Plantasia”, de la artista cordobesa Ana de Lara, una nueva apuesta por el arte emergente andaluz.
Ana de Lara (Córdoba, 1997) es graduada en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla (2019), y desde entonces ha recibido diversas distinciones, entre ellas la beca de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, en 2020 o la beca de residencia en MAC Florencio de la Fuente (Huete) en 2022. Además de esto, ha participado en muestras como la Bienal Universitaria Andaluza de Creación Plástica Contemporánea, en 2021, y la exposición colectiva “Adentro/Afuera” de la galería madrileña El Chico, en 2022.
“Plantasia” se trata de su primera muestra individual, una colección de piezas que combina pintura y escultura, donde la artista sumerge al público en un vergel repleto de arbustos colosales y donde la realidad se eleva hasta adquirir una dimensión onírica. Se trata de una evolución natural de su lenguaje pictórico, que concede especial protagonismo a la forma y el color. Según sus palabras, llegó a este imaginario observando los arbustos que se encontraba durante sus paseos en mitad de la noche. “Me intrigaba la manera en que la luz caía sobre ellos, y me preguntaba ¿quién les dará estas formas? ¿por qué?”, explica la artista. Esta sensación de extrañeza e intriga es la que busca comunicar a través de su trabajo, que toma la fotografía como punto de partida, sobre todo imágenes que captura en sus paseos, y que luego cobran vida propia a través de la pincelada.
La exposición esta acompañada por el texto de sala titulado “Conversaciones con fantasmas (o la jardinería como una de las artes oscuras)” escrito por Luis de Pedro (1991) y un breve relato escrito por la artista, titulado “ACUMULAR DESEOS EN PLANTAS INGRATAS”.
La exposición permanecerá abierta al público hasta el próximo 22 de junio.

Conversaciones con fantasmas (o la jardinería como una de las artes oscuras)
– Luis de Pedro
La página web de la Casa Museo Georgia O’Keeffe ofrece a sus usuarios una retransmisión en vivo del jardín que rodea su sede en Abiquiú, Nuevo México. Para acceder a ella basta con pulsar sobre el enlace “Watch Plants Grow”, que redirige a una amplia vista del lugar: un huerto sencillo rodeado de algarrobos y rosetas de agave, salvia, pino y enebro; la clase de plantas duras que resisten el fiero clima del desierto.
La retransmisión está disponible 24h al día, 365 días al año. Todo en pantalla permanece muy quieto, prácticamente inmóvil. La escena parecería estática si no fuera porque, de vez en cuando, un jardinero se asoma a regar la tierra con su manguera. La resolución no es especialmente alta, y los fotogramas pixelados se suceden a un ritmo atropellado que confiere a las imágenes una cualidad espectral.
Esta casa fue el último hogar de la artista. Tras la muerte de su compañero Alfred Stieglitz, sin ya motivos para soportar la ajetreada vida de ciudad que tanto detestaba, O’Keeffe se retiró a su oasis de Abiquiú para entregarse de forma ascética a las tareas de cultivo y pintura. Esta misma parcela de verde que puedo ver ahora en mi pantalla sirvió de refugio e inspiración para la artista durante la última etapa de su carrera, pero además ofrece una importante clave para comprender su esencia como creadora. Como apunta Olivia Laing en su artículo “Lady of the Canyon”, O’Keeffe solía enfrentarse a un mismo sujeto pictórico de manera obsesiva. Cuando se sentía atraída por una imagen particular, la pintaba una y otra vez hasta que lograba desentrañar el motivo de su fascinación.
Yo visito la página a menudo. Encuentro una extraña paz en el reposo de las plantas. En el jardín amanece y anochece, el cielo cambia de color y a lo lejos la cima pelada de Cerrito Blanco marca la línea del horizonte. Mientras miro, no puedo evitar pensar en esa invitación que nos extiende el enlace —“watch plants grow”— y en la paradoja fundamental que nos plantea. Porque el crecimiento de las plantas no puede observarse. No en tiempo real. Las raíces y los troncos de los árboles no tienen prisa ninguna, se mueven a un ritmo tan paciente que escapa a nuestra miope, limitadísima percepción de las cosas. Tenemos la urgencia tan asimilada en nuestro sistema que la velocidad natural de las cosas se nos antoja demasiado lenta. Mirar la lentitud es como mirar la nada. Podría pasarme el día entero frente a mi pantalla, mirando cómo las sombras se arrastran sobre la tierra tostada de la Casa Museo Georgia O’Keeffe, y no vería crecer una sola rama. Porque los asuntos de las plantas y las personas pertenecen a mundos distintos. Su realidad nos está vedada.
Pero para eso, precisamente, están los jardines. Existen en la brecha que separa estos mundos, lugares fuera del tiempo donde las personas aprendemos a penetrar el lenguaje secreto de las plantas mediante conjuros y rituales como la poda, la siembra o el riego. Aquí un mundo se detiene, otro se acelera, y nosotros podemos espiar, tal vez, entre las formas espirales y los infinitos tonos de verde, un vistazo a ese mundo que yace más allá de los sentidos. La jardinería es el arte de conversar con fantasmas. Es la naturaleza mirándose y performándose a sí misma.
Mort Garson, pionero de la música electrónica, canalizó esta cualidad taumatúrgica en su éxito de culto “Mother Earth’s Plantasia”. Concebido especialmente para ayudar al crecimiento de las plantas, se trata de un trabajo extemporáneo y difícilmente clasificable, fusión de silbidos sintéticos y melodías bucólicas que —contra todo pronóstico— cautivan los sentidos y nos recuerda que la música sirve más propósitos que el de agradar a nuestro oído. Derek Jarman, santo patrón de los jardines hermosos, también llegó a experimentar con el potencial milagroso del mundo vegetal. Enfrentado a un diagnóstico VIH positivo, se retiró a una pequeña cabaña pesquera en la costa de Dungeness, donde transformó un campo de guijarros en un remanso lleno de vida y color, un pequeño paraíso que todavía hoy perdura como testamento a todo aquello que florece en medio de adversidad. Un lugar al margen del tiempo. Su labor queda documentada en un diario que es a partes iguales manual de horticultura, grimorio y farmacopea, y en él Jarman entreteje reflexiones sobre arte y política con notas sobre el cuidado de las plantas, recreándose en ese misticismo que carga el lenguaje botánico.
Los cuadros de O’Keeffe. El álbum de Garson. El diario de Jarman. Reliquias que nos ayudan a levantar el velo entre los mundos. Con esta muestra de pintura, Ana sintoniza su visión con este legado druídico, y se atreve a practicar su propia magia del tiempo. Nos invita a descubrir su jardín, con sus luces y sombras, a detenernos ante los vastos muros de verde, y practicar ese arte olvidado que es la contemplación. Porque la pintura, como las plantas, habla a quienes tengan la paciencia de aprender su idioma.

ACUMULAR DESEOS EN PLANTAS INGRATAS
-Ana de Lara
acumular deseos en plantas ingratas / referir lo tuyo / en verdor solemne (Alejandra Pizarnik)
En la puerta de mi casa hay un arbusto que se niega a morir. Aunque nadie lo riega y nadie lo cuida, ahí sigue, las ramas crecen recordándome que las personas no somos las únicas que imponemos nuestra voluntad sobre el mundo. Cuando era pequeña, tuve una planta que compré yo misma. Le hablaba porque se veía muy sola y pensé que se sentiría mejor si yo le dirigía unas palabras. No se me ocurrió plantarla fuera ni ponerla al sol, porque era una planta de interior. Tenía un macetero cerámico con franjas de colores (naranja, rosa, amarillo), que escogí especialmente para ella.
Las plantas de interior no existían antes de que hubiera un interior donde ponerlas. Se supone que son domésticas y obedientes, pero eso es mentira. Realmente ninguna planta es originaria del interior.
Y este arbusto, que crece y no muere, ¿qué es? ¿será obediente? Alguien debería encargarse de él, cortarlo y darle alguna forma, porque nadie quiere una madeja desordenada frente a su casa. Pero la poda es una labor desagradecida, como regar el asfalto. Es acumular deseos en plantas ingratas, un día te descuidas y las raíces se cuelan por donde quieren.
Las plantas no mienten. Aunque no puedan hablar, si algo las perturba lo comunican a través de una hoja marchita, una rama torcida… Hablan a quien tenga la paciencia de aprender su idioma. Por eso, la naturaleza salvaje, que se expresa libremente, es desordenada. No inspira confianza porque no se puede atravesar. Las ramitas entorpecen el paso, molestan, se pisan… cualquiera podría ensuciarse –o caerse, o arañarse–, y por eso alguien debe encargarse de cortarlas].
Un jardinero lo haría bastante bien, pero creo que puedo hacerlo yo misma, no puede ser tan difícil. Cojo unas tijeras y salgo a cortar. Empiezo a cortar. ¿Es egoísta personalizar la naturaleza por pura estética?
Un jardín bien cuidado es un remanso de paz. Puede pisarse, por eso sabemos que es un lugar seguro. Un lugar donde tumbarse, o sentarse, o detenerse. La naturaleza es segura cuando está sometida. Nos reconforta el olor a césped cortado. Y sin embargo, la naturaleza se resiste, tiene sus propias reglas. Bajo la superficie, las ramas luchan despacio por romper el perfil, tan lentas que pasan desapercibidas en nuestra urgente realidad.
Se me ha ido la mano dándole forma. Lo he tocado demasiado, he insistido y he dejado al callejón sin arbusto. Pero no pasa nada, porque crecerá de nuevo. Y habrá que volver a cortarlo. Y así otra vez, y otra vez, y otra vez.
